domingo, 20 de diciembre de 2009

La Sal de la Vida

Abrí los ojos esa mañana, y mi pequeña hija, mientras saltaba junto a mí en la cama me informaba que estaba nevando. Y no paró de nevar hasta el día siguiente. Al menos un pie de nieve es lo que llegamos a acumular, pues el bendito polvillo blanco siguió precipitándose sin misericordia. En reiteradas ocasiones me paré a ver por la ventana como todo se había ido cubriendo de blanco. Pasamos el día arreglando y limpiando la casa. Los niños disfrutaron de un día de completa holgazanería. Nadie salió de de sus pijamas. El calor de hogar y el calor en el hogar se dejaron sentir.

Un poquito de felicidad pensé.

Llegó la noche y la nieve siguió cayendo. El frío allá afuera era indescriptible. La nieve, a pesar de su disimulada crueldad, había traído consigo un momento agradable a mi vida.

Dejamos pasar el día entre risas, juegos y quehaceres. Pusimos a los pequeños a dormir ya pasadas las 9 de la noche. Mientras lo hacíamos, conversába en voz baja con mi esposa. Nos pusimos a pensar en la pesada tarea que nos esperaba al día siguiente. Remover toda esa nieve de nuestros carros, y luego apalear el garaje para poder sacarlos del blanco sepulcro, resultaban ideas poco agradables.

Cuando creíamos que el silencio de esa noche invernal se había finalmente apropiado del sueño de nuestros hijos, así como del mundo que nos rodea, mi esposa y yo escuchamos voces que provenían de afuera. Eran murmullos, y junto a ellos el inconfundible sonido de alguien que estaba apaleando la nieve. Pensé, por un momento, en que alguno de mis filáticos vecinos había decidido salir a esa hora de la noche a limpiar su carro y su garaje. Miré nuevamente por la ventana, y con sorpresa vi mi garaje y mi carro limpios.

Los murmullos se volvieron más entendibles. Eran voces que se comunicaban en español, junto a las cuales, otras risas y carcajadas en inglés hacían las veces de una especie de fondo musical.

Esta vez, mi esposa miró por la ventana. Eran 8 hombres limpiando los garajes y autos del vecindario.

Normalmente los directivos de la asociación del conjunto habitacional en donde vivimos, contratan a jornaleros para que vengan a limpiar las calles, los garajes y los autos. Usualmente son inmigrantes indocumentados, personas que por su condición se vuelven invisibles ante los ojos de la gente que vive por aquí. Ellos, en la mayor parte de ocasiones, también lo prefieren así. Hacen su trabajo de manera silenciosa y desaparecen de similar furtiva manera como llegaron.

Al verlos ahí afuera mi esposa me comentó que no sería una mala idea si les preparásemos un poco de café caliente. No obstante, nos dispusimos a meternos dentro de nuestras cobijas. Encendí la televisión, pero por alguna inexplicable razón la cama no se sentía tan cómoda y acogedora; y el calor de hogar de repente se lo sentió enfriarse. Le propuse a mi esposa que concretáramos aquella idea del café caliente. Nos demoramos un buen momento en finalmente decidirnos ir a la cocina y preparar un poco de café.

Salí a la calle a ver si encontraba a los hombres que habían limpiado nuestra propiedad. La nieve volvió a sorprenderme nuevamente. Miré con asombro que varios de mis vecinos se encontraban afuera de sus casas. Yo en pijamas, arropado con mi abrigo y con una charola en mis manos, caminé por la calle llevando el café caliente que iba a ofrecérselo a los jornaleros. Eran mexicanos. Me dijeron que de Puebla.

La gente conversaba y bromeaba con ellos mientras realizaban su labor. La barrera del idioma se había derretido en medio de ese frio. Entendí entonces, que nosotros, -mi esposa y yo- no habíamos sido los primeros en tener la idea de manifestarnos con alguna gentileza ante esta gente que se encontraba trabajando en la nieve. Propinas, pizza, galletitas, un poco mas de café y chocolate calientes, habían sido ofrecidos a los jornaleros por los otros vecinos.

Gestos intrascendentes, pero cargados de calor humano, avivaron la dignidad de otros, que tímidamente se encontraba oculta debajo de sus abrigos y detrás de sus palas.

La nieve trajo consigo pequeñeces que distan mucho de ser insignificantes y que simplemente hacen de este mundo un sitio más vivible. La nieve sacó a relucir por un momento, un poquito de lo bueno de las personas.

Lo del café y el haber visto a mis vecinos manifestándose espontáneamente con calidez ante otros; la sonrisa de aquella gente y su sincera gratitud. Fueron todas estas cosas, la cereza de ese pastel de felicidad que comenzó con una alegría individual y algo mezquina, pero que terminó trascendiendo a mi persona. Una lección de solidaridad. Una oportunidad para aprender a ser un poco más humildes. La sal de la vida

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cálido, muy, muy bonito post.

Acá no está nevando, pero sus palabras ya me alegraron el día.

Gracias

F.R.

Cinnamon dijo...

que bonito post!
Es lo primero que leo en estas fiestas que me hace sentir espiritu navideno.

Muchas felicidades a ti y a tu familia! :)