miércoles, 30 de septiembre de 2009

Sumak Kawsay

Introducción

Algún tiempo atrás conversaba con un doctor en leyes, especializado en las yonis en cuestiones de derechos humanos. Hombre culto, viajado, refinado y muy letrado, diría que hasta docto en su ramo. Su conversación es amena y ligera, cargada de preguntas abiertas y aparentemente inocentes; es prudente y prescinde del uso de epítetos. Es incuestionablemente auténtico y libre de muchos atavismos de esta sociedad. Va al trabajo en bicicleta y corre la Ultimas Noticias regularmente.

No obstante, mi amigo, es también uno de esos biempensantes que actualmente colaboran con la robo-lución ciudadana. Convencido aún, de que ésta, –la tal revolución- es la oportunidad de la vida, para emprender en la cruzada final a favor de los pobres y de los miles de derechos humanos que, alegóricamente, fueron plasmados en la sábana aquella, el engendro de Montecristi. Es mi amigo, un Jesucristo de escritorio más, de aquellos que, desde la comodidad de su púlpito y sus lecturas, recomiendan, redactan, crean y pregonan las leyes que facultan y obligan al estado a conducirnos por el camino en el que seamos mas humanos, mas justos y para que los ecuatorianos nos elevemos en la concreción del Sumak Kawsay (“el buen vivir”)

Un día playero, leyendo a la prensa corrupta, hablaba con él sobre los recientes ajusticiamientos a manos de los indígenas. Le comentaba que los organismos de derechos humanos, sus personeros y aficionados, siempre brillan por su ausencia (no en el momento en sí de los hechos, sino luego, para demandar por los derechos humanos pisoteados) cuando ocurren casos de inmolaciones o piras humanas, azotes y castigos propiciados por los indígenas a personas de su propia etnia así como a mestizos. Le comentaba que la justicia y las leyes del Ecuador deberían ser iguales para todos, y que esos ajusticiamientos y linchamientos debían ser impedidos y sus autores, cómplices y encubridores, castigados por las leyes que rigen nuestro país.

Mi enjuto, pero atlético amigo abogado me platicaba que en las legislaciones modernas, se contempla el respeto a las leyes de los pueblos indígenas y a la autonomía de éstos de ponerlas en práctica. Me decía que era incorrecto imponer al indio las leyes del blanco-mestizo, pues ellos tienen un “sistema de justicia consuetudinario milenario”.

¿El cual se basa en? Pregunté.

Me dijo que la tendencia moderna, en cuestión de derechos, es permitir que otras culturas y etnias no solo sobrevivan y preserven sus valores y costumbres, sino que se mantengan vigentes y puras de contaminaciones externas. Dijo también que había que procurar que los pueblos y etnias mantengan su identidad y leyes consuetudinarias y que no era correcto que éstas se vean, adulteradas, modificadas o absorbidas por el mundo occidental, por una mayoría mestiza. Me aseguró que cualquier acto que apunte en esa dirección es considerado como una forma fomentar el etnocidio. Aseveró que la desaparición de una etnia o pueblo por el camino de la extinción de sus particularidades y peculariedades; por la alienación y por el acoplamiento/incorporación de ésta al resto de la sociedad, es una cuestión execrable.

Dijo también que los actos de linchamiento o de inmolaciones humanas eran considerados como crímenes comunes y que esos si deberían ser encausados dentro de la justicia ordinaria. No obstante, dijo que otras cuestiones podían ser dirimidas por la comuna bajo sus propias leyes, y que interferir en ellas, era atentar contra la pureza y autenticidad de dicha etnia o grupo étnico. Pese a esto, no obtuve una respuesta clara cuando yo pregunté si los principios básicos de los derechos humanos, de los cuales el Ecuador es signatario, se aplicaban o se debían aplicar o no, en su totalidad, y si se los podía imponer dentro de dichas etnias. Hasta ahora ningún biempensante de similar laya me ha podido responder adecuadamente a esta pregunta, sobre todo, cuando uso ejemplos específicos, distintos a los linchamientos y hogueras humanas.

Por ejemplo, es bien conocido entre nuestros indios que el esposo tiene la potestad de darle un par de “guantazos” a su mujer cuando tienen alguna discusión. “Marido es, y para eso está, pa’ que pegue” sostienen las mujeres indígenas. Querer cambiar esa ancestral mentalidad, sería, según la propia lógica de los biempensantes, un atentado en contra de una de esas bien establecidas cuestiones "consuetudinarias" de tradicional raigambre, y que rigen y dinamizan la cotidiana vida de los indígenas.

Querer imponer derechos de la mujer en comunidades y etnias de profundo y arraigado machismo, equivaldría a adulterar su naturaleza, su autenticidad. Lo irónico de esto, es que muchos de estos grupos humanos están basados en estructuras matriarcales poderosas, pero que al mismo tiempo no solo que permiten, sino que abonan y promueven el machismo. La violación de niñas menores, por ejemplo, no es considerada como un crimen de mayor significancia, comparado con el hurto. (Acápite aparte, los indios castigan furiosamente a quien robe, haya o no haya sangre y semen de por medio, es decir, no hacen distinción entre robo y hurto, como si lo hacen los iluminados de la robo-lución.) Un hombre adulto puede, eso si, “robarse” a una menor de edad que se encuentre "madurita", y convertirla en su pareja a la fuerza o a fuerza de engaños o convencimientos. Mientras tanto, la comunidad indígena no se inmuta mayormente. A lo mucho, en alguna ocasión se pide un cierto resarcimiento material por situaciones concomitantes al suceso, pero dicho crimen per se, no es juzgado como tal por los indios. El estupro, ni siquiera se sabe qué es eso. Forzar a la esposa de uno a tener relaciones, simplemente es un gaje del oficio. El adulterio, poca connotación. La homosexualidad es motivo de ostracismo. ¿Qué dicen al respecto los valientes defensores de los derechos humanos?

Nos topamos entonces, con grandes contradicciones, que nos hacen plantearnos serios cuestionamientos.

¿Respetamos o no la autodeterminación de los pueblos autóctonos paralelamente o al margen de las leyes oficiales? ¿Hasta dónde se puede dejar de intervenir? ¿Hasta dónde llega la injerencia del derecho consuetudinario, y dónde podría o debería empezar el derecho común? ¿Quién determina (y cómo se estructura) el derecho consuetudinario de los indios? ¿A qué costumbres ancestrales debemos remontarnos o se remontan los indios de hoy, para imponer su justicia? ¿A las de los incas, de los aztecas, o a las de las innumerables tribus y etnias indígenas prehispánicas que fueron sometidas por los propios incas o aztecas? ¿Se seguirá obrando, dentro de las comunas indígenas, en base a los humores y jugos gástricos del chamán, brujo o concejo de ancianos de turno? ¿No son los indios personas que viven dentro del mismo territorio ecuatoriano, y por ende son y están sujetos a las mismas leyes? ¿Por qué existen ahora en el Ecuador, por ley, dos tipos de ciudadanos, los indios con sus propias “milenarias” leyes consuetudinarias, muchas de ellas añejadas ayer y cosechadas hoy, y el resto de ecuatorianos? ¿Si los indios son autónomos en su forma de justicia, por qué entonces, el mestizo y el blanco, con sus leyes, deben atender las necesidades de dichas poblaciones? ¿Por qué no, entonces, ubicar a los indios en sendas reservas, para que vivan y existan a su manera, alejados del resto de los ecuatorianos?

Es cierto, el indio, desde que la aristocracia criolla buscó independizarse de la corona española, ha sido objeto de explotación, abuso, maltrato, negligencia y olvido en el Ecuador. Pero eso no justifica que, de oprimidos se tornen en privilegiados, y que el resarcimiento se torne en actos detrimentales para otros. Lo que se necesita es una ejecución de la ley de manera eficaz y ciega; objetiva y rauda; pragmática y realista.

Pese a lo dicho, los paladines de los DDHH se oponen a que al indio se lo someta a la ley del mestizo. ¡Horror! ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien querer implantar en estas tribus, etnias, pueblos autóctonos, un sistema escrito de justicia, -léase forma de pensar- o al menos, exigirles que pongan por escrito y bien claro sus consuetudinarias leyes,para confrontarlas o contrastarlas con las leyes ordinarias?

Afirman (los de los DDHH) que eso es atentar contra la esencia misma de estos grupos humanos y fomentar su futura desaparición por efecto del acoplamiento, absorción, incorporación y adaptación al globalizado mundo. ¡Etnocidio, etnocidio! Gritan los abogados y monjes de los derechos humanos. Por otro lado, estos “pragmáticos seres” aunque en la teoría se llenan la boca de derechos y de igualdades, sin embargo, lo primero que fomentan es desigualdades dentro de una sociedad, al promover privilegios sustentados en raza, credo y género, condición minoritaria o erradas preconcepciones históricas. ¿Cómo entenderlos?

Sumak Kawsay

Sumak=bueno, buena, bien.
Kawsay=vida.

Por lo tanto, “sumak kawsay” debería significar “buena vida” o “vida buena”. Sin embargo, los trasnochados esos, decidieron traducirlo como: “buen vivir”.

El “buen vivir”. ¿Quién puede definirlo? ¿Cómo concretar dicho objetivo? Esta es una de esas dulzuras de la actual constitución que vienen cargadas de la mas fina y sublime estupidez. Un verdadero onanismo mental. Un completo pleonasmo.

Por dárselas de noveleros, fuleros, modernos, bacanes, de “avant garde”; por creer que se está al día, e incluso a la vanguardia en materia de derechos, se incluyó en la mamarrachada aquella, que fue modificada incluso horas antes de ser sometida a referéndum, la idea del “Sumak Kawsay, pomposamente mentado en este adefesio final, al que llaman constitución.

Sin embargo, nadie se tomó la molestia de explicarnos en qué consiste eso del buen vivir. Y no creo que haya sido por falta de papel, espacio o tiempo, pues los levantamanos se prorrogaron en sus funciones, no escatimaron en labia y letanías, no se ahorraron las inútiles cacofonías y tautologías de género y hasta permitieron que emisarios y comedidos incluyan lo que les parezca en tal elongado pasquín.

Algunos, un poco mas astutos dicen que el buen vivir se basa en la armonía en la cual conviven y comulgan los indígenas de la patria con la naturaleza, (¿miseria, sitios polvorientos, hambre, ignorancia, analfabetismo, insalubridad acaso?) Hay 4 regiones geográficas en Ecuador. ¿Se entiende por lo tanto que existen 4 Sumak Kawsays básicos? Los más avezados, sostienen que es el ideal que se debería perseguir. Anhelar a vivir como nuestros antepasados indígenas, que moraban estas tierras en supuesta paz y armonía, haciendo uso de la naturaleza de la manera más ecológica posible, sin hacer daño a la Pacha Mama… y todo un bla-bla-bla de lo que estos sujetos creen que era la vida del indio antes de la llegada de los españoles. (Nota aparte: Por fortuna estos verdosos intelectuales son biodegradables)

Según nos dan a entender, cosa que no la pusieron por escrito, es la persecución de una forma de vida bastante parca, circunspecta, sobria, y sobre todo ascética (por eso de que nos va a tocar andar a punta de setas.) Ideas como el lujo, el confort, la variedad, los gustos individuales no tienen cabida en un estado ecuatoriano enmarcado por el frugal buen vivir indígena.

El Sumak Kawsay, según sus ideólogos, es una verbalización de esa trunca aspiración a volver a ser lo que fuimos antes de que los españoles nos conquisten (¿?) Según sus vegetativas mentes, el indio del altiplano vivía en un cuasi paraíso terrenal. A parte del frío de la sierra, todo lo demás era idílico, y así lo fue, hasta que lo “jodieron” los conquistadores. Indios bailando cachunllapis; Guayas y Quil copulando sin cesar, revoloteando en sus ratos libres por las orillas del manso río; los huancavilcas pescando y pescando y comían peces y no pescaban pulmonías.

¡Mentira! El Sumak Kawsay no es factible, primero por la subjetividad que lo embarga, y segundo, porque la supuesta vaporosa e idílica vida de nuestros ancestros indígenas es una patraña de magno calibre. Se sustenta en una falacia de la historia.

Nos cuenta Vittorio Messori:

“[l]a historia es una señora inquietante, a menudo terrible. Desde una perspectiva realista que debería volver a imponerse, habría que condenar sin duda los errores y las atrocidades, (vengan de donde vengan) pero sin maldecir como si se hubiera tratado de una cosa monstruosa el hecho en sí de la llegada de los europeos a las Américas y de su asentamiento. En historia resulta impracticable la edificante exhortación de <>. No es practicable no solo porque de ese modo se negaría todo dinamismo a alas vicisitudes humanas, sino porque toda civilización es fruto de una mezcla que nunca fue pacífica. Sin ánimo de de incomodar a la Historia Sagrada misma, (la tierra que Dios prometió a los judíos no les pertenecía, sino que se la arrancaron a la fuerza a sus anteriores habitantes) las almas bondadosas que reniegan de los malvados usurpadores de las Américas olvidan, entre otras cosas, que a su llegada, aquellos europeos se encontraron a su vez con otros usurpadores. Los imperios de los aztecas y de los incas se habían creado con violencia y se mantenían gracias a la sanguinaria opresión de los pueblos invasores que habían sometido a los nativos a la esclavitud.

A menudo se finge ignorar que las increíbles victorias de un puñado de españoles contra miles de guerreros indios, no estuvieron determinadas ni por los arcabuces, ni por los escasísimos cañones, (que con frecuencia resultaban inútiles en aquellos climas porque la humedad neutralizaba la pólvora) ni por los caballos (que en la selva no podían ser lanzados a la carga.)

Aquellos triunfos se debieron sobre todo al apoyo de los indígenas oprimidos por los incas y los aztecas. Por lo tanto, mas que como usurpadores, los ibéricos fueron saludados en muchos lugares como liberadores. Y esperemos ahora a que los historiadores iluminados nos expliquen cómo es posible que en mas de 3 siglos de dominio hispánico, no se produjesen revueltas contra los nuevos dominadores, a pesar de su número reducido y a pesar de que por este hecho estaban expuestos al peligro de ser eliminados de faz del nuevo continente al mínimo movimiento. La imagen de la invasión de América del Sur desaparece de inmediato en contacto con las cifras: en los cincuenta años que van de 1509 a 1559, es decir, en el período de la conquista desde la Florida al estrecho de Magallanes, los españoles que llegaron a las Indias Occidentales fueron poco mas de quinientos (¡sí, sí, quinientos!) por año. En total 27,787 personas en ese medio siglo.

Volviendo a la mezcla de pueblos (1) con los que es preciso hacer las cuentas de un modo realista, no debemos olvidar, por ejemplo, que los colonizadores de América del Norte provenían de una isla que a nosotros nos resulta natural definir como anglosajona. En realidad, era de los britanos, sometidos primero por los romanos y luego por los bárbaros germanos –precisamente los anglos y los sajones- que exterminaron a buena parte de los nativos y a la otra la hicieron huir hacia las costas de Galia donde, después de expulsar a su vez a los habitantes originarios, crearon la que se denominó Bretaña. Por lo demás, ninguna de las grandes civilizaciones, (ni la egipcia, ni la romana, ni la griega, sin olvidar nunca a la judía) se crearon sin las correspondientes invasiones y las consiguientes expulsiones de los primeros habitantes. Por lo tanto, al juzgar la conquista europea de las Américas será preciso que nos cuidemos de la utopía moralista a que le gustaría una historia llena de reverencias, de buenas maneras (2), y de "faltaba más, usted primero"

Como escribió Jean Dumont, otro historiador contemporáneo: "Si, por desgracia, España (y Portugal) se hubieran pasado a la Reforma, si se hubieran vuelto puritanas y hubieran aplicado los mismos principios que los colonos de América del Norte, (“lo dice la Biblia, el indio es un ser inferior, un hijo de Satanás”) un inmenso genocidio habría eliminado de América del Sur a todos los pueblos indígenas. Hoy en día, al visitar las pocas “reservas” de México a Tierra del Fuego, los turistas tomarían fotos a los supervivientes, testigos mudos de la matanza racial, llevada a cabo además sobre la base de motivaciones “bíblicas”"

Efectivamente, las cifras cantan: mientras que los pieles rojas que sobreviven en América del Nortes son unos cuantos miles, en la América ex española y ex portuguesa, la mayoría de la población o bien es de origen indio o es fruto de la mezcla de precolombinos con europeos y, (sobre todo en Brasil) con africanos.

Leyenda negra 2

La cuestión de las distintas colonizaciones de las Américas (la ibérica y la anglosajona) es tan amplia, y son tantos los prejuicios acumulados, que sólo podemos ofrecer algunas observaciones. Volvamos a la población indígena, tal como señalamos prácticamente desaparecida en los Estados Unidos de hoy, donde están registradas como «miembros de tribus indias» aproximadamente un millón y medio de personas. En realidad, esta cifra, de por sí exigua, se reduciría aún más si consideramos que para aspirar al citado registro basta con tener una cuarta parte de sangre india.

En el sur la situación es exactamente la contraria; en la zona mexicana, en la andina y en muchos territorios brasileños, casi el noventa por ciento de la población o bien desciende directamente de los antiguos habitantes o es fruto de la mezcla entre los indígenas y los nuevos pobladores. Es más, mientras que la cultura de Estados Unidos no debe a la india más que alguna palabra, ya que se desarrolló a partir de sus orígenes europeos sin que se produjese prácticamente ningún intercambio con la población autóctona, no ocurre lo mismo en la América hispano-portuguesa, donde la mezcla no sólo fue demográfica sino que dio origen a una cultura y una sociedad nuevas, de características inconfundibles.

Sin duda, esto se debe al distinto grado de desarrollo de los pueblos que tanto los anglosajones como los ibéricos encontraron en aquellos continentes, pero también se debe a un planteamiento religioso distinto. A diferencia de los católicos españoles y portugueses, que no dudaban en casarse con las indias en las que veían seres humanos iguales a ellos, a los protestantes (siguiendo la lógica de la que ya hemos hablado y que tiende a hacer retroceder hacia el Antiguo Testamento al cristianismo reformado) los animaba una especie de «racismo» o al menos, el sentido de superioridad, de «estirpe elegida», que había marcado a Israel. Esto, sumado a la teología de la predestinación (el indio es subdesarrollado porque está predestinado a la condenación, el blanco es desarrollado como signo de elección divina) hacía que la mezcla étnica e incluso la cultural fueran consideradas como una violación del plan providencial divino.

Así ocurrió no sólo en América y con los ingleses sino en todas las demás zonas del mundo a las que llegaron los europeos de tradición protestante. El apartheid sudafricano, por citar el ejemplo más clamoroso, es una creación típica y teológicamente coherente del calvinismo holandés. Sorprende, por lo tanto, esa especie de masoquismo que hace poco impulsó a la Conferencia de obispos católicos sudafricanos a sumarse, sin mayores distinciones ni precisiones, a la Declaración de arrepentimiento» de los cristianos blancos hacia los negros de aquel país. Sorprende porque aunque por parte de los católicos pudo haber algún comportamiento condenable, digno comportamiento, al contrario de lo ocurrido en el caso protestante, iba en contra de la teoría y la práctica católicas. Pero da igual, hoy por hoy, parece ser que existen no pocos clericales dispuestos a endilgarle a su Iglesia culpas que no tiene.

Las formas de conquista de las Américas se originan precisamente en las distintas teologías: los españoles no consideraron a los pobladores de sus territorios como una especie de basura que había que eliminar para poder instalarse en ellos como dueños y señores. Se reflexiona poco sobre el hecho de que España (a diferencia de Gran Bretaña) no organizó nunca su imperio americano en colonias, sino en provincias. Y que el rey de España no se ciñó nunca la corona de emperador de las Indias, a diferencia de cuanto hará, incluso a principios del siglo XX, la monarquía inglesa. Desde el comienzo, y más tarde, con implacable constancia, durante toda la historia posterior, los colonos protestantes se consideraron con el derecho, fundado en la misma Biblia, de poseer sin problemas ni limitaciones toda la tierra que lograran ocupar echando o exterminando a sus habitantes. Estos últimos, como no formaban parte del «nuevo Israel» y como llevaban la marca de una predestinación negativa, quedaron sometidos al dominio total de los nuevos amos.

El régimen de suelos instaurado en las distintas zonas americanas confirma esta diferencia de las perspectivas y explica los distintos resultados: en el sur se recurrió al sistema de la encomienda, figura jurídica de inspiración feudal, por la cual el soberano concedía a un particular un territorio con su población incluida, cuyos derechos eran tutelados por la Corona, que seguía siendo la verdadera propietaria. No ocurrió lo mismo en el norte, donde primero los ingleses y después el gobierno federal de Estados Unidos se declararon propietarios absolutos de los territorios ocupados y por ocupar; toda la tierra era cedida a quien lo deseara al precio que se fijó posteriormente en una media de un dólar por acre. En cuanto a los indios que podían habitar esas tierras, correspondía a los colonos alejarlos o mejor aún, exterminarlos, con la ayuda del ejército si era preciso.

El término «exterminio» no es exagerado y respeta la realidad concreta. Por ejemplo, muchos ignoran que la práctica de arrancar el cuero cabelludo era conocida tanto por los indios del norte como por los del sur. Pero entre estos últimos desapareció pronto, prohibida por los españoles. No ocurrió lo mismo en el norte. Por citar un ejemplo, la entrada correspondiente en una enciclopedia nada sospechosa como la Larousse dice: «La práctica de arrancar el cuero cabelludo se difundió en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos a partir del siglo XVII, cuando los colonos blancos comenzaron a ofrecer fuertes recompensas a quien presentara el cuero cabelludo de un indio fuera hombre, mujer o niño »

En 1703 el gobierno de Massachussets pagaba doce libras esterlinas por cuero cabelludo, cantidad tan atrayente que la caza de indios, organizada con caballos y jaurías de perros, no tardó en convertirse en una especie de deporte nacional muy rentable. El dicho «el mejor indio es el indio muerto», puesto en práctica en Estados Unidos, nace no sólo del hecho de que todo indio eliminado constituía una molestia menos para los nuevos propietarios, sino también del hecho de que las autoridades pagaban bien por su cuero cabelludo. Se trataba pues de una práctica que en la América católica no sólo era desconocida sino que, de haber tratado alguien de introducirla de forma abusiva, habría provocado no sólo la indignación de los religiosos, siempre presentes al lado de los colonizadores, sino también las severas penas establecidas por los reyes para tutelar el derecho a la vida de los indios.

Sin embargo, se dice que millones de indios murieron también en América Central y del Sur. Murieron, qué duda cabe, pero no como para estar al borde de la desaparición como en el norte. Su exterminio no se debió exclusivamente a las espadas de acero de Toledo y a las armas de fuego (que, como ya vimos, casi siempre fallaban), sino a los invisibles y letales virus procedentes del Viejo Mundo. El choque microbiano y viral que en pocos años causó la muerte de la mitad de la población autóctona de Iberoamérica fue estudiado por el grupo de Berkeley, formado por expertos de esa universidad. El fenómeno es comparable a la peste negra que, procedente de India y China, asoló Europa en el siglo XIV. Las enfermedades que los europeos llevaron a América como la tuberculosis, la pulmonía, la gripe, el sarampión o la viruela eran desconocidas en el nicho ecológico aislado de los indios, por lo tanto, éstos carecían de las defensas inmunológicas para hacerles frente. Perro resulta evidente que no se puede responsabilizar de ello a los europeos, víctimas de las enfermedades tropicales a las que los indios resistían mejor. Es de justicia recordar aquí, cosa que se hace con poca frecuencia, que la expansión del hombre blanco fuera de Europa asumió a menudo el aspecto trágico de una hecatombe, con una mortalidad que, en el caso de ciertos barcos, ciertos climas y ciertos autóctonos, alcanzó cifras impresionantes.

Al desconocer los mecanismos del contagio (faltaba mucho aún para Pasteur) hubo hombres como Bartolomé de las Casas figura controvertida que habrá que analizar prescindiendo de esquemas simplificadores que fueron víctimas del equívoco: al ver que aquellos pueblos disminuían drásticamente, sospecharon de las armas de sus compatriotas, cuando en realidad no eran las armas las asesinas, sino los virus. Se trata de un fenómeno de contagio mortífero observado más recientemente entre las tribus que permanecieron aisladas en la Guayana francesa y en la región del Amazonas, en Brasil.

La costumbre española de decir ¡Jesús!, a manera de augurio a quien estornuda, nace del hecho de que un simple resfriado (del cual el estornudo es síntoma) solía ser mortal para los indígenas que lo desconocían y para el que carecía de defensas biológicas.


Entonces, con esta, mas bien compendiosa presentación de historia, vale nuevamente cuestionarse: ¿Qué mismo es el sumak kawsay? ¿A qué sumak kawsay hicieron referencia los levantamanos de Montecristi? ¿Al preincaico, al preazteca, al prehispánico? Como se ha podido observar, los indios de la América precolombina, no vivían precisamente un ambiente propicio para el “buen vivir”. Todo lo escrito aquí, sirve para demostrar las contradicciones de quienes llámanse defensores de los derechos humanos, así como para dejar constancia de la gran calidad y profundidad de la más supina estupidez que acompaña a las palabras huecas y carentes de sentido de nuestra carta magna.

Merecemos, sin lugar a dudas, el segundo lugar en la carrera por la estupidez. Y lo digo con conocimiento de causa, porque como buen ecuatoriano que soy, doy fe de nuestra baja autoestima y por ende, estoy convencido de que algún estúpido especializado en el extranjero, o alguna estupidez foránea, siempre serán considerados superiores a lo autóctono. Y además, estoy seguro de que lograríamos un honroso segundo lugar en la competencia de estúpidos, precisamente por ello, porque somos tan estúpidos. ¡Viva la revolución ciudadana (y los estúpidos que la suscriben)!

(1) Etnocidio, según los entendidos en derechos humanos
(2) Sumak Kawsay de los revolucionario

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